jueves, 23 de octubre de 2008

Es imposible no comunicar


Si hubiéramos tenido antes el celular, la historia de la humanidad habría sido harto más fome. A Julieta le habrían avisado a tiempo que lo del veneno letal era fingido, como parte del plan para dar un escarmiento a sus belicosas familias, y la gran tragedia habría sido una simple comedia de equivocaciones. Y Marco no habría tenido que cruzar el Atlántico para saber por qué su mamá había dejado de escribirle.
Con un par de llamadas, Colón habría sabido de inmediato que no estaba en las Indias, habría pedido indicaciones y quizás se habría dado media vuelta hacia el Viejo Continente. Y otro gallo nos cantaría…
Es que eso de estar siempre conectados nos obliga a saber todo y además en forma oportuna y de pronto es demasiada responsabilidad. Antes, y no hace tantos años, uno llamaba por teléfono a una casa, a veces de uno público (nota aparte: con míseros 50 pesos). Y existía la posibilidad de que esa persona no estuviera y que habláramos con la nana, la mamá o el hermano chico balbuceando. Y con débil esperanza uno podía dejar un recado, que nunca sabíamos si iba a llegar a destino, aun cuando lo que estuviera en juego fuera el mejor carrete de la vida o la vida de alguien.
Ahora cuando uno llama a un celular nunca espera que conteste otro. Si eso ocurre pensamos “este gil de nuevo dejó el celular en la casa”, como si fuera crimen de estado.
No contestar significa tragedia carretera para las mamás o las abuelitas, infidelidad para la polola, indiferencia para la esposa, estupidez para el amigo, cuando en verdad es por exceso de trabajo, por estar en clases o en reunión, por haberlo olvidado en el auto o encima del escritorio cuando estamos “en terreno” o simplemente por estar haciendo legítimamente otra cosa.
Y pensar que fue sólo para privilegiados y los envidiosos se los hacían de palo. Pero en un santiamén se democratizó justamente y ahora hay 15 millones de celulares en Chile, uno por persona (aunque los que le tocarían a los niños muy chicos, las guaguas, los ancianos sordos y los indigentes, se los repiten los suertudos de siempre).
Este aparato se ha transformado en fetiche en el sentido de Freud: nos entrega sensaciones placenteras aun cuando no lo estemos usando porque “es imposible no comunicar”, como sentencia Watzlawick. Si no suena es porque el jefe no nos dará trabajo extra. Si tememos por la seguridad de nuestro hijo en el colegio, ya en tercero básico se lo colgamos al cuello y descansamos de preocupaciones. Si está seguro en nuestra cartera y nadie llama es porque todos los que queremos están bien. Y si cuando no hablamos, sabemos que tiene una cámara de 2 megapíxeles, Internet y GPS, es casi orgásmico.

1 comentario:

María Isabel dijo...

Nunca he tenido un celular (aunque pude haber tenido uno, sólo para recibir llamadas) pero es porque no quise aceptarlo... Es para mí como la correa del perro, algo que limita mi libertad y me quita tranquilidad. "¡¿Dónde estás?!"¡¿qué estás haciendo?!" es la pregunta que no deseo recibir cuando estoy fuera de la casa, aunque esté en misa... y en misa es bastante inconveniente tenerlo encendido.